Blu me había dicho que él sabía digerir bien los nudos, sólo por eso yo me tomé todo el viaje despacito, sin preocuparme por la salud. En diciembre se arregla todo – soñé yo- con las fiestas, la noche y una buena compañía tocándote las manos. Pero Blu
no supo digerirlo bien, Blu se confundió o mintió, o le dio miedo y estaba borracho, pero no pudo soportar el calor. Primero se le atoró una manzana roja en la garganta mientras yo le preguntaba todos los días si estaba bien, si ya no le hacía falta, si todavía
le gustaba que yo llevara a pasear a su perro al parque en el que él me había regalado un pañuelo tricolor, si se acordaba de mi gata jugando con él en los muebles mientras yo me desesperaba de no poder ser un gato.
Él nunca me decía nada: la manzana roja, una lágrima, una voz junto a él haciendo silencio del otro lado del teléfono: uno, dos, tres… Me hacía colgar antes de que llegaran más números impares, sabe que los odio porque les tengo miedo, como a la mala digestión, como odio los cigarrillos que ya no se fuman, como odio recordar que ese pañuelo ya no cumple la misma función que antes: si seguí llevando a su perro al parque en el que él me lo regaló, era sólo para sentir que esos tres colores, aunque sea a
manera de pérdida, seguían siendo míos. Tantas personas que han perdido tres colores y hasta más, pero al fin y al cabo ¿quién va a negarnos el derecho de ser dueños de nuestros objetos perdidos?
Pero Blu. Les decía de Blu que era como un dinosaurio disfrazado de zapato. La gente no se daba cuenta porque sabía caminar sin que sus pasos sonaran, a veces caminaba tan bajito que la tierra se lo tragaba. Pero la gente no se daba cuenta. La primera vez que se lo tragó una grieta conmigo, yo tampoco me di cuenta, al menos al principio. Íbamos caminando por una calle; justo en frente de nosotros, después de cruzar, había un parque abandonado. Yo me salté la cerca sola, entonces él preguntó que por qué no le agarraba la mano, que tenía ganas de que yo le agarrara la mano mientras saltaba una cerca. Yo conté imprudentemente fechas y entonces vi por primera vez un remolino negro que se abría bajo sus pies y se lo tragaba, y lo devolvía tan pesado como un yunque. Pero yo no entendía por qué pesaba tanto; claro, yo no entendía lo del tiempo, yo también era gente, al menos al principio.
Pasaron varios días hasta que me perdí, siempre me perdía en algún camino y cuando volvía, Blu no se ponía rabioso sino eufórico; su euforia me daba tanto miedo como las profundidades del estanque en el que aprendimos a nadar, tal vez porque todavía no había aprendido del todo o porque siempre pensaba que al fondo el agua estaría sucia. Pero ese día, aunque Blu no estaba rabioso, tenía otra vez cara de yunque, cara de haber regresado de un remolino negro, de tener muchas preguntas y ninguna salida. Yo seguía sin entender por qué. Pero cuando entré a su cuarto y lo vi, como en una estación y con todas esas canciones rotas en los oídos, entendí lo del remolino. Y cuando lo entendí, sus ojos botaron agua. Entonces se acercaron los números impares, la maleta y con ellos la soledad, el miedo, los ojos que no se miran y muchos mocos…mocos de dinosaurio y de pececitos miedosos del agua.
Ese día Blu me dijo que no llorara, que todavía no era de noche, que faltaban varios días, que no me tenía que poner triste porque entonces el tiempo no se iba a ir rapidito. Pero la manzana… yo sabía que estaría ahí, que lo haría callarse, que haría que
yo no me perdiera más y que él sí se pusiera rabioso y hasta mudo. Su cara blanca llena
de harina y él vestido de negro, correteando a otros gatos en ningunos muebles, flotaba
en mi cabeza, mientras yo aprovechaba que todavía podía secarle los ojos, al menos a principio.
Después de esa manzana hecha añicos en su sistema digestivo, vino el viaje. Y con él, las carreras, los partidos, la lucha contra el cemento y la vida de barro. Pero ¿quién dijo que afuera no se repetirían las calles? Alguien se inventó un día que había que exiliarse de las casas pequeñas, hacer lo mejor pago, tener carro, usar el aeropuerto y tomar whiskey esperando el nuevo milenio en un televisor de 25 pulgadas. Yo odiaba a ese alguien porque sabía que afuera también se podía repetir el cemento, y porque no me gustaba la tele. Lo odiaba desde mi casa, no tanto por haberse inventado eso como por haber dejado que la bola corriera hasta este lugar donde no es tan fácil, donde todo se puede pero casi nada se logra. ¿Por qué no es posible simplemente estar donde uno
quiere, desayunar empanadas con butifarra y amanecer en los bordillos?, ¿por qué hay que hacer lo que se hace en otras partes?, ¿por que no es posible hacerlo aquí?
Un día cualquiera -el día del que yo menos sospeché- Blu se apareció con una maleta en una terminal (todo se había vuelto menos) y de ahí voló hasta su casa, que seguía viva y llena de fuego: de recuerdos de humo. Lo primero que sacó de su maleta fue el disfraz de mimo (el mismo que había flotado una vez en mi cabeza). Pero esta vez el disfraz era doble: humano y corriente, como todo; siempre estaba a su lado, como él mismo; era una especie de reemplazo del remolino, porque los remolinos en los lugares donde se renueva el cemento, se olvidan al principio. Pero aparecí yo y el remolino volvió y revolvió todo, y todo seguía volviéndose menos; había que decir mentiras para que no se notara, para no darse cuenta uno.
Cuando Blu volvió yo lo llevé al parque con su perro -nuestro perro- y el tricolor oculto debajo de mi camisa. Me puse tan difícil que al principio hasta sonreí desde lejos, como sonríe la gente que uno no conoce. Pero como el principio nunca se queda, empecé a preguntar cosas que él no sabía y se me fue la sonrisa, porque Blu puso cara de haber sentido un dolor lento, derivado de saber que no iba a pasar con su vida lo que él quería que pasara por culpa de él mismo, por creerle tanto a todos y no creerse a él. Eso es lo que le pasa a la gente cuando no se pone un espejo en el estomago. A mi los espejos me parecen horribles, sin embargo, a veces es necesario ponerse uno en el estomago. Si uno no lo hace, se le pegan manían raras, como esa que le vi a un hombre en la tele el otro día, uno flaco que sale bastante con un tricolor de fondo: le gusta ponerse la mano derecha a la altura del pecho y sonreír como a punto de vomitar lo que no sale en las noticias.
Tal vez no es así, pero como yo casi no veo televisión, cuando la veo, me parece que todo el mundo quiere vomitar. A mi me gusta el vómito, no tenerlo adentro, pero sí verlo salir. A Blu nunca le ha gustado, pero desde que no le sale, desde que se le atoró ese pedazo de manzana, parece que no lo soportara, incluso que le tuviera miedo. Yo no sé qué ha pasado con su garganta después de todo, creo que sigue atorada, pero lo que tenía atorado se ha vuelto un líquido espeso, como una compota. Tal vez en honor al bebé que nunca pudo envolver en ese pañuelo tricolor, tantas cosas que no pudimos hacer aquí adentro, que seguramente no haremos nunca porque el tiempo se va rápido y se pierde para siempre. A uno no le queda más que acostumbrarse a no tener colores. De todas formas, yo creo que por su garganta ya no pasan más manzanas. Si esa no fue la última, al menos fue la última de muchos años. Blu sigue viendo noticieros y aunque a mi se me quitó el miedo y ya no me hace falta que deje de ser un mimo, últimamente he descubierto que él no puede sonreír de lejos cuando me mira. Creo que ni siquiera puede sonreír completo y creo que es por la tele de 25 pulgadas. Por seguir viendo en ella las noticias, de tanto ver uno acaba creyendo lo que mira y se enferma, y no hay nada que haga más difícil las ganas de vomitar que eso.
Yo sé que es así. Yo sé que Blu es uno de esos que no puede vomitar. Por eso sé que algún día todo explotará: las pantallas, los retretes, los estómagos de la gente que digiere todo fácil, esa gente y sus ojos de vaca (y ya no sé si todavía soy gente aunque
estoy segura de que también explotaré). El día que todo explote lo imagino como un gran remolino, como los remolinos de Blu pero agrandados. Nos iremos hundiendo lentamente, nos ahogaremos en el fondo del agua, unos culpables (porque uno siempre tiene la culpa cuando no hace nada), otros en silencio. Los yunques saltarán en medio del fuego, los ojos, aplastados, no podrán ni siquiera botar agua. La brisa será un presagio, como una voz incómoda. Ese día yo no sabré si dejarme morir o simplemente cerrar los ojos, pero sé que tocaré la mano de Blu y saltaré una montaña y en ese momento a él le darán ganas de saltar más con mi mano. Pero yo saltaría sólo una vez, con dos tal vez vomite, con dos tal vez nos vomitemos todos.
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